viernes, 8 de agosto de 2014

Primer Discurso Inaugural del Bill Clinton, del 20 de enero de 1993 / First Inaugural Adress (January 20, 1993)

Conciudadanos:

Hoy celebramos el misterio de la renovación americana. Esta ceremonia tiene lugar en lo más crudo del invierno. Pero con nuestras palabras y los rostros que mostramos al mundo, aceleramos la llegada de la primavera.

Una primavera que renace en la más antigua democracia del mundo y que muestra la clarividencia y la valentía necesarias para reinventar América.

Cuando nuestros fundadores declararon la indepen­dencia de América ante el mundo y nuestros propósitos ante el Todopoderoso, sabían que América, para poder durar, iba a tener que cambiar. No se trata de un cam­bio por el cambio, sino de un cambio para preservar los ideales de América: la vida, la libertad, la búsqueda de la felicidad. Aunque marchemos al compás que nos marca el tiempo en que vivimos, nuestra misión es eterna.

Cada generación de norteamericanos debe definir lo que significa ser norteamericano.

En nombre de nuestra nación, saludo a mi predece­sor, el presidente Bush, por su medio siglo de servicio a América. Y doy gracias a los millones de hombres y mujeres cuya tenacidad y sacrificio triunfaron sobre la depresión, el fascismo y el comunismo.

Hoy, una generación que ha crecido a la sombra de la Guerra Fría asume nuevas responsabilidades en un mundo calentado por el sol de la libertad, pero amenazado aún por antiguos odios y nuevas plagas.

Criados en una prosperidad sin parangón, heredamos una economía que es aún la más fuerte del mundo, aun­que hoy se halla debilitada por quiebras en sus empre­sas, por salarios estancados, por una creciente desigualdad y profundas divisiones entre nuestra población.

 Cuando George Washington hizo el juramento de lo que acabo hoy de jurar que cumpliré, la noticia se transmitió poco a poco por tierra a lomos de caballos y llegó a la otra orilla del océano por barco. Hoy, las imágenes y el sonido de esta ceremonia son retransmitidos de forma instantánea a millones de personas en todo el mundo.

Las comunicaciones y el comercio son globales; la inversión es móvil; la tecnología es casi mágica; la ambición de una vida mejor es ahora universal. Nos ganamos el sustento en pacífica competición con pueblos de todo el mundo.

Fuerzas profundas y poderosas están sacudiendo y rehaciendo nuestro mundo, y la cuestión urgente de nuestra época es si podemos hacer que nuestros amigos, y no nuestros enemigos, cambien.

Este nuevo mundo ha enriquecido ya las vidas de millones de norteamericanos que son capaces de competir y ganar en él. Pero cuando la mayoría trabaja por menos; cuando el resto no puede trabajar; cuando el coste de la asistencia médica asola familias y amenaza con hacer que muchas de nuestras empresas, grandes y pequeñas, quiebren; cuando el miedo a la delincuencia priva de libertad a los ciudadanos que cumplen la ley, y cuando millones de niños pobres no puede siquiera imaginarse las vidas que van a tener que llevar, no hacemos que nuestros amigos cambien.

Sabemos que debemos enfrentarnos a difíciles verdades y tomar medidas fuertes. Pero no lo hemos hecho, hemos ido a la deriva, y esa deriva ha erosionado nuestros recursos, fracturado nuestra economía y debilitado nuestra confianza.

Aunque delante tenemos retos temibles, también lo son nuestras fuerzas. Y los norteamericanos siem­pre hemos sido un pueblo inquieto, siempre en pos de algo, siempre esperanzados. A nuestra misión debemos sumar hoy la visión y la voluntad de aquellos que nos precedieron. Desde nuestra revolución y guerra civil, desde la Gran Depresión hasta el movimiento por los derechos civiles, nuestro pueblo siempre ha mos­trado la determinación de construir a partir de estas crisis los pilares de nuestra historia.

Thomas Jefferson creía que, a fin de preservar los fundamentos mismos de nuestra nación, iba a ser preciso de vez en cuando un cambio drástico. Bien, compatriotas míos, esta vez nos toca a nosotros. Aceptémoslo.

Nuestra democracia debe ser no sólo la envidia del mundo, sino el motor de nuestra renovación.

No hay nada malo en América que no pueda ser cambiado con lo bueno de América.

Y así, en el día de hoy, con este juramento, una época de deriva, un callejón sin salida termina, y una nueva época de la renovación americana comienza.

Para renovar América debemos ser audaces.

Debemos hacer lo que ninguna generación ha tenido que hacer antes. Debemos invertir más en nuestra gente, en sus trabajos, en su futuro, y al mismo tiem­po recortar nuestra enorme deuda. Y debemos además hacerlo en un mundo en el que debemos competir por cada oportunidad que se presenta.

No va a ser sencillo; exigirá sacrificio, Pero puede hacerse, y hacerse en buena lid, sin escoger el sacrificio por el sacrificio, sino por nosotros mismos. Debemos velar por el bienestar de nuestra nación, del mismo modo que una familia vela por el de sus hijos.

Nuestros Padres Fundadores se vieron a sí mismos con los ojos de la posteridad. Nosotros no podemos hacer menos. Cualquiera que haya visto los ojos de un niño moverse mientras duerme sabe qué es la posteridad. La posteridad es el mundo que viene, el mundo para el que defendemos nuestros ideales, el mundo al que hemos pedido prestado el planeta, y con el que tenemos una responsabilidad sagrada.

Debemos hacer lo que América hace mejor: ofrecer más oportunidades a todos y exigir responsabilidad de todos.

Es hora ya de que rompamos con el mal hábito de esperar algo a cambio de nada, de nuestro Gobierno o unos de otros. Asumamos todos más responsabilidades, no sólo por nosotros y nuestras familias, sino por nuestras comunidades y nuestro país.

Para renovar América debemos revitalizar nuestra democracia.

Esta hermosa capital, al igual que toda capital desde los albores de la civilización, es a menudo un lugar de intrigas y cálculos. Personas con poder maniobran en busca de posición, se preocupan sin parar por quién entra y quién sale, quién asciende y desciende, olvidando a aquellos cuyo trabajo y sudor nos han hecho llegar hasta aquí y costean nuestra vida.

 Los norteamericanos merecen algo mejor y en esta ciudad, hoy, hay personas que quieren hacerlo mejor. Y por ello os digo, a todos los que estáis aquí presentes, emprendamos la reforma de nuestra vida política, de modo que el poder y los privilegios dejen ya de acallar la voz del pueblo. Dejemos de lado nuestra situación personal aventajada de modo que podamos sentir el dolor y veamos la promesa de América.

Resolvamos hacer de nuestro Gobierno un lugar para aquello que Franklin Delano Roosevelt denominó “una experimentación atrevida y persistente”, un Gobierno para nuestro mañana, no de nuestro ayer.

Devolvamos esta capital al pueblo a quien pertenece.

Para renovar América debemos responder a los desafíos que tenemos planteados tanto en el exterior como en el interior. Ya no existe división entre lo que es exterior y lo que es interior, la economía es mundial, el medioambiente es mundial, la crisis del sida es mundial, la carrera de armamentos es mundial, y nos afec­ta a todos.

Hoy, cuando un viejo orden desaparece, el mundo nuevo que surge es más libre, pero menos estable. El desmoronamiento del comunismo ha dado nueva vida a antiguas animosidades y nuevos peligros. Sin lugar a dudas, América debe seguir liderando el mundo que tanto hizo por construir.

Mientras América se reconstruye en lo interior, no debemos abandonar ninguno de nuestros compromisos, ni dejar de aprovechar las oportunidades de este nuevo mundo. Junto con nuestros amigos y aliados trabajaremos para dar forma al cambio, no sea que nos engulla.

Cuando nuestros intereses vitales sean puestos en peligro o se desafíe la voluntad y la conciencia de la comunidad internacional, actuaremos mediante la fuerza de la diplomacia siempre que sea posible y con la fuer­za cuando sea necesario. Los valientes norteamericanos que hoy sirven a nuestra nación en el golfo Pérsico, en Somalia y en cualquier otro lugar en que se hallen, dan testimonio de nuestra determinación.

Pero nuestra mayor fuerza es el poder de nuestras ideas, que aún son nuevas en muchas tierras. En todo el mundo vemos cómo las abrazan y nos llena de regocijo. Nuestras esperanzas, nuestros corazones, nues­tras manos están con aquellos que en cada continente fortalecen la democracia y la libertad. Su causa es la causa de América.

El pueblo americano ha pedido el cambio que hoy celebramos. Habéis alzado vuestras voces formando un coro inconfundible. Habéis depositado vuestros votos en una afluencia histórica a las urnas. Habéis cambiado la forma del Congreso, de la Presidencia y del propio proceso político. Sí, vosotros, compatriotas americanos, habéis forzado la llegada de la primavera. Ahora, debemos hacer el trabajo que la nueva estación nos exige.

Pondré ahora mañosa la obra en esa tarea, con toda la autoridad de mi cargo. Pido al Congreso que se sume a mí en esa tarea. Pero ningún presidente, ningún Congreso, ningún Gobierno puede emprender esta misión solo.

Compatriotas americanos, vosotros también tenéis un papel que desempeñar en esta renovación.

Lanzo el reto a una nueva generación de jóvenes americanos para que os impliquéis en una nueva época de servicio, para que actuéis tomando como base vuestro idealis­mo y ayudéis a los niños con problemas, deis compa­ñía a los necesitados, volváis a unir nuestras comuni­dades desgarradas. Queda tanto por hacer… hay trabajo bastante para millones, para todos aquéllos que son todavía jóvenes de corazón y quieran colaborar.

Al servir, reconocemos una verdad sencilla pero pode­rosa, necesitamos unos de otros. Y debemos cuidar unos de otros. Hoy, hacemos algo más que loar América; volvemos a consagrarnos a la idea de América.

Una idea nacida en una revolución y renovada a tra­vés de dos siglos de desafío. Una idea templada por el conocimiento de que, nosotros afortunados y desafortunados, de no ser por el destino, hubiéramos podido ser los otros. Una idea ennoblecida por la fe en nuestra nación puede lograr de las miríadas que forman su diversidad el grado más profundo de unidad. Una idea imbuida de la convicción de que el prolongado y heroico destino de América debe seguir siempre en alza.

 Y así, compatriotas americanos, al filo del siglo XXI, empecemos con energía y esperanza, con fe y disciplina, y trabajemos hasta que nuestra tarea quede terminada. “No nos cansemos de hacer el bien, que, si no desfallecemos, a su tiempo cosecharemos” dicen las Escrituras.

Desde esta jubilosa cima inmersa en la celebración, oímos la llamada del servicio que viene del valle. Hemos oído las trompetas. Hemos cambiado la guardia. Y ahora, cada uno de nosotros a su modo, con la ayuda de Dios, debemos responder a esa llamada.

Gracias y que Dios os bendiga a todos.



Original


My fellow citizens, today we celebrate the mystery of American renewal. This ceremony is held in the depth of winter, but by the words we speak and the faces we show the world, we force the spring, a spring reborn in the world's oldest democracy that brings forth the vision and courage to reinvent America. When our Founders boldly declared America's independence to the world and our purposes to the Almighty, they knew that America, to endure, would have to change; not change for change's sake but change to preserve America's ideals: life, liberty, the pursuit of happiness. Though we marched to the music of our time, our mission is timeless. Each generation of Americans must define what it means to be an American.

On behalf of our Nation, I salute my predecessor, President Bush, for his half-century of service to America. And I thank the millions of men and women whose steadfastness and sacrifice triumphed over depression, fascism, and communism.

Today, a generation raised in the shadows of the cold war assumes new responsibilities in a world warmed by the sunshine of freedom but threatened still by ancient hatreds and new plagues. Raised in unrivaled prosperity, we inherit an economy that is still the world's strongest but is weakened by business failures, stagnant wages, increasing inequality, and deep divisions among our own people.

When George Washington first took the oath I have just sworn to uphold, news traveled slowly across the land by horseback and across the ocean by boat. Now, the sights and sounds of this ceremony are broadcast instantaneously to billions around the world. Communications and commerce are global. Investment is mobile. Technology is almost magical. And ambition for a better life is now universal.

We earn our livelihood in America today in peaceful competition with people all across the Earth. Profound and powerful forces are shaking and remaking our world. And the urgent question of our time is whether we can make change our friend and not our enemy. This new world has already enriched the lives of millions of Americans who are able to compete and win in it. But when most people are working harder for less; when others cannot work at all; when the cost of health care devastates families and threatens to bankrupt our enterprises, great and small; when the fear of crime robs law-abiding citizens of their freedom; and when millions of poor children cannot even imagine the lives we are calling them to lead, we have not made change our friend.

We know we have to face hard truths and take strong steps, but we have not done so; instead, we have drifted. And that drifting has eroded our resources, fractured our economy, and shaken our confidence. Though our challenges are fearsome, so are our strengths. Americans have ever been a restless, questing, hopeful people. And we must bring to our task today the vision and will of those who came before us. From our Revolution to the Civil War, to the Great Depression, to the civil rights movement, our people have always mustered the determination to construct from these crises the pillars of our history. Thomas Jefferson believed that to preserve the very foundations of our Nation, we would need dramatic change from time to time. Well, my fellow Americans, this is our time. Let us embrace it.

Our democracy must be not only the envy of the world but the engine of our own renewal. There is nothing wrong with America that cannot be cured by what is right with America. And so today we pledge an end to the era of deadlock and drift, and a new season of American renewal has begun.

To renew America, we must be bold. We must do what no generation has had to do before. We must invest more in our own people, in their jobs, and in their future, and at the same time cut our massive debt. And we must do so in a world in which we must compete for every opportunity. It will not be easy. It will require sacrifice, but it can be done and done fairly, not choosing sacrifice for its own sake but for our own sake. We must provide for our Nation the way a family provides for its children.

Our Founders saw themselves in the light of posterity. We can do no less. Anyone who has ever watched a child's eyes wander into sleep knows what posterity is. Posterity is the world to come: the world for whom we hold our ideals, from whom we have borrowed our planet, and to whom we bear sacred responsibility. We must do what America does best: offer more opportunity to all and demand more responsibility from all. It is time to break the bad habit of expecting something for nothing from our Government or from each other. Let us all take more responsibility not only for ourselves and our families but for our communities and our country.

To renew America, we must revitalize our democracy. This beautiful Capital, like every capital since the dawn of civilization, is often a place of intrigue and calculation. Powerful people maneuver for position and worry endlessly about who is in and who is out, who is up and who is down, forgetting those people whose toil and sweat sends us here and pays our way. Americans deserve better. And in this city today there are people who want to do better. And so I say to all of you here: Let us resolve to reform our politics so that power and privilege no longer shout down the voice of the people. Let us put aside personal advantage so that we can feel the pain and see the promise of America. Let us resolve to make our Government a place for what Franklin Roosevelt called bold, persistent experimentation, a Government for our tomorrows, not our yesterdays. Let us give this Capital back to the people to whom it belongs.

To renew America, we must meet challenges abroad as well as at home. There is no longer a clear division between what is foreign and what is domestic. The world economy, the world environment, the world AIDS crisis, the world arms race: they affect us all. Today, as an older order passes, the new world is more free but less stable. Communism's collapse has called forth old animosities and new dangers. Clearly, America must continue to lead the world we did so much to make.

While America rebuilds at home, we will not shrink from the challenges nor fail to seize the opportunities of this new world. Together with our friends and allies, we will work to shape change, lest it engulf us. When our vital interests are challenged or the will and conscience of the international community is defied, we will act, with peaceful diplomacy whenever possible, with force when necessary. The brave Americans serving our Nation today in the Persian Gulf, in Somalia, and wherever else they stand are testament to our resolve. But our greatest strength is the power of our ideas, which are still new in many lands. Across the world we see them embraced, and we rejoice. Our hopes, our hearts, our hands are with those on every continent who are building democracy and freedom. Their cause is America's cause.

The American people have summoned the change we celebrate today. You have raised your voices in an unmistakable chorus. You have cast your votes in historic numbers. And you have changed the face of Congress, the Presidency, and the political process itself. Yes, you, my fellow Americans, have forced the spring. Now we must do the work the season demands. To that work I now turn with all the authority of my office. I ask the Congress to join with me. But no President, no Congress, no Government can undertake this mission alone.

My fellow Americans, you, too, must play your part in our renewal. I challenge a new generation of young Americans to a season of service: to act on your idealism by helping troubled children, keeping company with those in need, reconnecting our torn communities. There is so much to be done; enough, indeed, for millions of others who are still young in spirit to give of themselves in service, too. In serving, we recognize a simple but powerful truth: We need each other, and we must care for one another.

Today we do more than celebrate America. We rededicate ourselves to the very idea of America, an idea born in revolution and renewed through two centuries of challenge; an idea tempered by the knowledge that, but for fate, we, the fortunate, and the unfortunate might have been each other; an idea ennobled by the faith that our Nation can summon from its myriad diversity the deepest measure of unity; an idea infused with the conviction that America's long, heroic journey must go forever upward.

And so, my fellow Americans, as we stand at the edge of the 21st century, let us begin anew with energy and hope, with faith and discipline. And let us work until our work is done. The Scripture says, "And let us not be weary in well doing: for in due season we shall reap, if we faint not." From this joyful mountaintop of celebration we hear a call to service in the valley. We have heard the trumpets. We have changed the guard. And now, each in our own way and with God's help, we must answer the call.

Thank you, and God bless you all.

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