Mis queridos compatriotas americanos:
Dentro de tres días, después de medio siglo al
servicio de nuestro país, renunciaré a las responsabilidades del cargo, en una
ceremonia tradicional y solemne, y la autoridad de la Presidencia recaerá en mi
sucesor.
Esta noche vengo a vosotros con un mensaje de desinvestidura
y despedida, y compartir algunas reflexiones finales con vosotros, mis
compatriotas.
Al igual que cualquier otro ciudadano, deseo que el
nuevo presidente, y todos los que trabajarán con él, la ayuda de Dios. Mi
oración es que los próximos años serán bendecidos con la paz y la prosperidad
para todos.
Nuestra gente espera que su Presidente y el Congreso
encuentren un acuerdo fundamental sobre los temas de gran interés, cuya
resolución racional será la mejor forma de decidir el futuro de la Nación.
Mis propias relaciones con el Congreso, que comenzó
de forma remota y tenue cuando, hace mucho tiempo, un miembro del Senado me llamó
desde West Point, han variado desde entonces a una íntima durante la guerra y
posguerra inmediata y, finalmente, a la interdependencia mutua durante estos
últimos ocho años.
En esta relación final, el Congreso y la
Administración han, en cuestiones más vitales, cooperado bien, al servicio del
bien nacional en lugar del mero partidismo, y así han asegurado que los negocios
de la Nación debieran seguir adelante. Por lo tanto, mi relación oficial con el
Congreso termina en un sentimiento, por mi parte, de la gratitud que nace de
haber sido capaces de hacer muchas cosas juntos.
II.
Ahora nos encontramos diez años más allá del punto
medio de un siglo que ha sido testigo de cuatro grandes guerras entre las
grandes naciones. Tres de ellas involucraron a nuestro propio país. A pesar de
estos holocaustos América es hoy la nación más fuerte, más influyente y más
productiva del mundo. Es comprensible estar orgullosos de esta preeminencia, pero
todavía debemos darnos cuenta de que el liderazgo y el prestigio de Estados
Unidos dependen no sólo de nuestro progreso material sin precedentes, nuestra
riqueza y fuerza militar, sino en la forma en que usamos nuestro poder en aras
de la paz mundial y el progreso humano.
III.
A lo largo de la aventura de Estados Unidos como gobierno
libre, nuestros propósitos básicos han sido la de mantener la paz; promover el
progreso de los logros humanos y mejorar la libertad, la dignidad y la
integridad entre las personas y entre las naciones. Esforzarse por menos sería
indigno de un pueblo libre y religioso. Cualquier fallo atribuible a la
arrogancia, o nuestra falta de comprensión o disposición a sacrificarnos
infligiría sobre nosotros graves daños, tanto en casa como en el extranjero.
El progreso hacia estos nobles objetivos se ve
persistentemente amenazado por el conflicto que ahora envuelve el mundo. Absorbe
toda nuestra atención, absorbe nuestro propio ser. Nos enfrentamos a una
ideología hostil de alcance mundial, atea en carácter, implacable en su
propósito, e insidiosa en el método de conseguirlo. Desgraciadamente el peligro
que representa promete ser de duración indefinida. Para combatirlo con éxito, se
pide no tanto los sacrificios emocionales y transitorios de una crisis, sino
aquellos que nos permiten avanzar de manera constante, sin dudar, y sin quejarnos
de las cargas de una lucha prolongada y compleja con la libertad en juego. Sólo
así podremos seguir siendo, a pesar de todas las provocaciones, en nuestro
camino trazado hacia la paz permanente y el progreso humano.
Las crisis seguirán existiendo. En su solución, ya sean nacionales o extranjeras, grandes o pequeñas, hay una tentación recurrente a sentir que alguna acción espectacular y costosa podría convertirse en la solución milagrosa a todos los problemas actuales. Un gran aumento en nuevos elementos de nuestra defensa; desarrollo de programas realistas para curar todos los males de la agricultura; una expansión espectacular en la investigación básica y aplicada… estas y muchas otras posibilidades, cada una posiblemente prometedoras en sí mismo, puede ser sugerida como el único camino a la carretera que queremos seguir.
Pero cada propuesta debe sopesarse a la luz de un
examen más amplio: la necesidad de mantener el equilibrio en y entre los
programas; equilibrio nacional entre el sector privado y la economía pública;
equilibrio entre el coste y la esperanza de obtener un beneficio; equilibrio
entre lo claramente necesario y lo cómodamente deseable; equilibrio entre
nuestras necesidades esenciales como nación y los deberes impuestos por la
nación sobre el individuo; equilibrio entre las acciones del momento y el
bienestar nacional del futuro. El buen juicio busca el equilibrio y el
progreso; una falta de ello acabará indefectiblemente en el desequilibrio y la
frustración.
El historial de muchas décadas se erige como una
prueba de que nuestro pueblo y su gobierno han, en general, entendido estas verdades
y han respondido a ellas ante la tensión y amenazas también. Pero las amenazas,
nuevas en especie o grado, constantemente surgen. Mencionaré sólo dos.
IV.
Un elemento vital en el mantenimiento de la paz es
nuestro entramado militar. Nuestras armas deben ser poderosas, listas para la
acción inmediata, para que ningún agresor potencial pueda tener la tentación de
arriesgar su propia destrucción.
Nuestra organización militar actual tiene poca
relación con la que conocieron cualquiera de mis predecesores en tiempos de paz,
o por los hombres de guerra de la Segunda Guerra Mundial o Corea.
Hasta el último de nuestros conflictos mundiales,
los Estados Unidos no tenían industria de armamentos. Los fabricantes americanos
de arados podían, con el tiempo y según las necesidades, hacer también espadas.
Pero ahora ya no podemos arriesgar con una improvisación de emergencia la
defensa nacional; nos hemos visto obligados a crear una industria de armamentos
permanente de vastas proporciones. Sumado a esto, tres millones y medio de
hombres y mujeres se dedican directamente en el entramado de defensa.
Anualmente
gastamos en seguridad militar más que los ingresos netos de todas las
corporaciones de Estados Unidos.
Esta conjunción de un inmenso entramado militar y
una gran industria de armamentos es nueva en la experiencia estadounidense. Su
total influencia económica, política, incluso espiritual se siente en cada ciudad,
en cada cámara del estado, cada oficina del gobierno federal. Reconocemos la
necesidad imperiosa de este desarrollo. Sin embargo, no debemos dejar de
comprender sus graves implicaciones. Nuestro trabajo, recursos y medios de vida
están totalmente involucrados; es la estructura misma de nuestra sociedad.
En los consejos de gobierno, debemos guardarnos de
la adquisición de influencia injustificada, ya sea buscada o no, por el
complejo militar-industrial. El potencial del aumento desastroso de poder fuera
de lugar existe y persistirá.
Nunca debemos permitir que el peso de esta
combinación ponga en peligro nuestras libertades o los procesos democráticos. No
podemos dar nada por sentado. Sólo una ciudadanía alerta e informada puede engranar
el correcto engranaje de la inmensa maquinaria industrial y militar de defensa
con nuestros métodos y objetivos pacíficos, de modo que la seguridad y la
libertad puedan prosperar juntas.
Similar a esto, y en gran parte responsable de los
cambios radicales en nuestra postura militar-industrial, ha sido la revolución
tecnológica en los últimos decenios.
En esta revolución, la investigación se ha
convertido en el núcleo de todo; también se ha vuelto más formal, compleja y
costosa. Una parte cada vez mayor se lleva a cabo para, por, o bajo la
dirección del Gobierno Federal.
Hoy, el inventor solitario, retocando en su taller,
ha sido eclipsado por los grupos de trabajo de los científicos en los
laboratorios y campos de prueba. De la misma manera, la universidad libre,
históricamente la fuente de ideas libres y descubrimientos científicos, ha
experimentado una revolución en el desarrollo de la investigación. En parte
debido a los enormes costos que implican, un contrato del gobierno se convierte
prácticamente en sustituto de la curiosidad intelectual. Por cada pizarra vieja
ahora hay cientos de nuevos equipos electrónicos.
La perspectiva de la dominación de los estudiosos de
la nación por el empleo federal, la asignación de proyectos, y el poder del
dinero está siempre presente y de ser gravemente considerado.
Sin embargo, en mantener la investigación científica
y los descubrimientos respetuosamente como debemos, debemos también estar
alerta ante el peligro igual y opuesto de que la política pública podría
convertirse en cautiva de una elite científico-tecnológica.
Es la tarea de gobernar moldear, equilibrar e
integrar estas y otras fuerzas, nuevas y viejas, dentro de los principios de
nuestro sistema democrático, siempre dirigidas hacia los objetivos supremos de
nuestra sociedad libre.
V.
Otro factor en el mantenimiento del equilibrio
implica el elemento del tiempo. A medida que nos asomamos hacia el futuro de la
sociedad nosotros, vosotros y yo, y nuestro gobierno debemos evitar el impulso
de vivir sólo en el presente, saqueando para nuestra propia comodidad y
conveniencia los preciosos recursos del mañana. No podemos hipotecar los bienes
materiales de nuestros nietos sin arriesgar la pérdida también de su patrimonio
político y espiritual. Queremos que la democracia sobreviva a todas las
generaciones por venir, no convertirse en el fantasma insolvente del mañana.
VI.
Por el largo camino de la historia aún no escrita América
sabe que este mundo nuestro, cada vez más pequeño, debe evitar convertirse en
una comunidad de miedo terrible y odio y ser, en cambio, una confederación orgullosos
de la confianza y el respeto mutuos.
Tal confederación debe ser una de iguales. Los más
débiles deben venir a la mesa de conferencias con la misma confianza que lo hacemos
nosotros, protegidos como estamos por nuestra fuerza moral, económica y militar.
Esa mesa, aunque marcada por muchas frustraciones pasadas, no puede ser
abandonada por la agonía segura del campo de batalla.
El desarme, con honor y confianza mutuos, es un continuo
imperativo. Juntos debemos aprender a resolver las diferencias no con armas,
sino con inteligencia y digno propósito. Debido a que esta necesidad es tan
fuerte y aparente confieso que pongo fin a mis responsabilidades oficiales en
este campo con un sentido definido de decepción. Como alguien que ha sido
testigo del horror y la tristeza persistente de la guerra, como alguien que
sabe que otra guerra podría destruir totalmente esta civilización que ha sido construida
tan lenta y dolorosamente durante miles de años, me gustaría poder decir esta
noche que una paz duradera está a la vista.
Felizmente, puedo decir que la guerra se ha evitado.
Se ha logrado un progreso constante hacia nuestro objetivo final. Pero aún
queda mucho por hacer. Como ciudadano, nunca dejaré de hacer lo poco que pueda
para ayudar al avance del mundo a lo largo de ese camino.
VII.
Por lo tanto, en esta última buenas noches a vosotros
como vuestro presidente, os doy gracias por las muchas oportunidades que me habéis
dado para el servicio público en la guerra y la paz. Confío en que en ese
servicio hayáis encontrado algunas cosas dignas; para el resto de ellas, sé que
encontraréis la manera de mejorar su rendimiento en el futuro.
Vosotros y yo, mis conciudadanos, necesitamos ser
fuertes en nuestra fe de que todas las naciones, bajo Dios, llegarán a la meta
de la paz con justicia. Que podamos estar siempre firmes en la devoción a nuestros
principios diligentes, confiados pero humildes con el poder, en la búsqueda de los
grandes objetivos de la Nación.
A todos los pueblos del mundo, doy expresión una vez
más a la aspiración continua y orada de los Estados Unidos:
Oramos para que los pueblos de todas las religiones,
todas las razas, todas las naciones, puedan tener sus grandes necesidades
humanas satisfechas; que los que ahora se niegan la oportunidad disfruten de
ella al máximo; que todos los que anhelan la libertad puedan experimentar sus
bendiciones espirituales; que los que tienen la libertad comprendan, también,
sus grandes responsabilidades; que todos los que son insensibles a las
necesidades de los demás aprendan la caridad; de que los flagelos de la
pobreza, la enfermedad y la ignorancia desparezcan de la tierra, y que, si el
tiempo es bondadoso, todos los pueblos vivirán juntos en una paz garantizada
por la fuerza vinculante del respeto mutuo y del amor.
Ahora, viernes por la tarde, me convertiré en un
ciudadano ordinario. Me siento orgulloso de hacerlo. Lo espero con ansias.
Gracias y buenas noches.
Original
My fellow Americans:
Three days from now, after half a century in the service of our country, I shall lay down the responsibilities of office as, in traditional and solemn ceremony, the authority of the Presidency is vested in my successor.
This evening I come to you with a message of leave-taking and farewell, and to share a few final thoughts with you, my countrymen.
Like every other citizen, I wish the new President, and all who will labor with him, Godspeed. I pray that the coming years will be blessed with peace and prosperity for all.
Our people expect their President and the Congress to find essential agreement on issues of great moment, the wise resolution of which will better shape the future of the Nation.
My own relations with the Congress, which began on a remote and tenuous basis when, long ago, a member of the Senate appointed me to West Point, have since ranged to the intimate during the war and immediate post-war period, and, finally, to the mutually interdependent during these past eight years.
In this final relationship, the Congress and the Administration have, on most vital issues, cooperated well, to serve the national good rather than mere partisanship, and so have assured that the business of the Nation should go forward. So, my official relationship with the Congress ends in a feeling, on my part, of gratitude that we have been able to do so much together.
II.
We now stand ten years past the midpoint of a century that has witnessed four major wars among great nations. Three of these involved our own country. Despite these holocausts America is today the strongest, the most influential and most productive nation in the world. Understandably proud of this pre-eminence, we yet realize that America's leadership and prestige depend, not merely upon our unmatched material progress, riches and military strength, but on how we use our power in the interests of world peace and human betterment.
III.
Throughout America's adventure in free government, our basic purposes have been to keep the peace; to foster progress in human achievement, and to enhance liberty, dignity and integrity among people and among nations. To strive for less would be unworthy of a free and religious people. Any failure traceable to arrogance, or our lack of comprehension or readiness to sacrifice would inflict upon us grievous hurt both at home and abroad.
Progress toward these noble goals is persistently threatened by the conflict now engulfing the world. It commands our whole attention, absorbs our very beings. We face a hostile ideology--global in scope, atheistic in character, ruthless in purpose, and insidious in method. Unhappily the danger it poses promises to be of indefinite duration. To meet it successfully, there is called for, not so much the emotional and transitory sacrifices of crisis, but rather those which enable us to carry forward steadily, surely, and without complaint the burdens of a prolonged and complex struggle--with liberty the stake. Only thus shall we remain, despite every provocation, on our charted course toward permanent peace and human betterment.
Crises there will continue to be. In meeting them, whether foreign or domestic, great or small, there is a recurring temptation to feel that some spectacular and costly action could become the miraculous solution to all current difficulties. A huge increase in newer elements of our defense; development of unrealistic programs to cure every ill in agriculture; a dramatic expansion in basic and applied research--these and many other possibilities, each possibly promising in itself, may be suggested as the only way to the road we wish to travel.
But each proposal must be weighed in the light of a broader consideration: the need to maintain balance in and among national programs-balance between the private and the public economy, balance between cost and hoped for advantage--balance between the clearly necessary and the comfortably desirable; balance between our essential requirements as a nation and the duties imposed by the nation upon the individual; balance between actions of the moment and the national welfare of the future. Good judgment seeks balance and progress; lack of it eventually finds imbalance and frustration.
The record of many decades stands as proof that our people and their government have, in the main, understood these truths and have responded to them well, in the face of stress and threat. But threats, new in kind or degree, constantly arise. I mention two only.
IV.
A vital element in keeping the peace is our military establishment. Our arms must be mighty, ready for instant action, so that no potential aggressor may be tempted to risk his own destruction.
Our military organization today bears little relation to that known by any of my predecessors in peacetime, or indeed by the fighting men of World War II or Korea.
Until the latest of our world conflicts, the United States had no armaments industry. American makers of plowshares could, with time and as required, make swords as well. But now we can no longer risk emergency improvisation of national defense; we have been compelled to create a permanent armaments industry of vast proportions. Added to this, three and a half million men and women are directly engaged in the defense establishment. We annually spend on military security more than the net income of all United States corporations.
This conjunction of an immense military establishment and a large arms industry is new in the American experience. The total influence-economic, political, even spiritual--is felt in every city, every State house, every office of the Federal government. We recognize the imperative need for this development. Yet we must not fail to comprehend its grave implications. Our toil, resources and livelihood are all involved; so is the very structure of our society.
In the councils of government, we must guard against the acquisition of unwarranted influence, whether sought or unsought, by the military-industrial complex. The potential for the disastrous rise of misplaced power exists and will persist.
We must never let the weight of this combination endanger our liberties or democratic processes. We should take nothing for granted. Only an alert and knowledgeable citizenry can compel the proper meshing of the huge industrial and military machinery of defense with our peaceful methods and goals, so that security and liberty may prosper together.
Akin to, and largely responsible for the sweeping changes in our industrial-military posture, has been the technological revolution during recent decades.
In this revolution, research has become central; it also becomes more formalized, complex, and costly. A steadily increasing share is conducted for, by, or at the direction of, the Federal government.
Today, the solitary inventor, tinkering in his shop, has been overshadowed by task forces of scientists in laboratories and testing fields. In the same fashion, the free university, historically the fountainhead of free ideas and scientific discovery, has experienced a revolution in the conduct of research. Partly because of the huge costs involved, a government contract becomes virtually a substitute for intellectual curiosity. For every old blackboard there are now hundreds of new electronic computers.
The prospect of domination of the nation's scholars by Federal employment, project allocations, and the power of money is ever present--and is gravely to be regarded.
Yet, in holding scientific research and discovery in respect, as we should, we must also be alert to the equal and opposite danger that public policy could itself become the captive of a scientific-technological elite.
It is the task of statesmanship to mold, to balance, and to integrate these and other forces, new and old, within the principles of our democratic system--ever aiming toward the supreme goals of our free society.
V.
Another factor in maintaining balance involves the element of time. As we peer into society's future, we--you and I, and our government-must avoid the impulse to live only for today, plundering, for our own ease and convenience, the precious resources of tomorrow. We cannot mortgage the material assets of our grandchildren without risking the loss also of their political and spiritual heritage. We want democracy to survive for all generations to come, not to become the insolvent phantom of tomorrow.
VI.
Down the long lane of the history yet to be written America knows that this world of ours, ever growing smaller, must avoid becoming a community of dreadful fear and hate, and be, instead, a proud confederation of mutual trust and respect.
Such a confederation must be one of equals. The weakest must come to the conference table with the same confidence as do we, protected as we are by our moral, economic, and military strength. That table, though scarred by many past frustrations, cannot be abandoned for the certain agony of the battlefield.
Disarmament, with mutual honor and confidence, is a continuing imperative. Together we must learn how to compose differences, not with arms, but with intellect and decent purpose. Because this need is so sharp and apparent I confess that I lay down my official responsibilities in this field with a definite sense of disappointment. As one who has witnessed the horror and the lingering sadness of war--as one who knows that another war could utterly destroy this civilization which has been so slowly and painfully built over thousands of years--I wish I could say tonight that a lasting peace is in sight.
Happily, I can say that war has been avoided. Steady progress toward our ultimate goal has been made. But, so much remains to be done. As a private citizen, I shall never cease to do what little I can to help the world advance along that road.
VII.
So--in this my last good night to you as your President--I thank you for the many opportunities you have given me for public service in war and peace. I trust that in that service you find some things worthy; as for the rest of it, I know you will find ways to improve performance in the future.
You and I--my fellow citizens--need to be strong in our faith that all nations, under God, will reach the goal of peace with justice. May we be ever unswerving in devotion to principle, confident but humble with power, diligent in pursuit of the Nation's great goals.
To all the peoples of the world, I once more give expression to America's prayerful and continuing aspiration:
We pray that peoples of all faiths, all races, all nations, may have their great human needs satisfied; that those now denied opportunity shall come to enjoy it to the full; that all who yearn for freedom may experience its spiritual blessings; that those who have freedom will understand, also, its heavy responsibilities; that all who are insensitive to the needs of others will learn charity; that the scourges of poverty, disease and ignorance will be made to disappear from the earth, and that, in the goodness of time, all peoples will come to live together in a peace guaranteed by the binding force of mutual respect and love.
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